A raíz de la primera edición de El Violín de la Adúltera (Norma, 2007),
Giovanni Di Prieto -crítico italiano que usa bisturí impiadoso en sus
incursiones en nuestra literatura, tal su libro Las mejores novelas
dominicanas- emitió buenas calificaciones sobre la obra novelística de
Andrés L. Mateo. A quien ubica entre nuestros diez mejores escritores,
"por su narrativa y crítica social", enfatizando el manejo de la trama,
los personajes, la narración y el estilo. Que a mi juicio rezuma poesía
de la mejor -una característica que aprecio en la buena novela, desde
Proust a Cortázar- cultivada en sus inicios literarios por Mateo, cuando
blandía armas ideológicas en el grupo La Isla, surgido tras el fragor
de la pólvora de abril del 65.
El Violín cuenta las tribulaciones existenciales llevadas en un Diario
por Néstor Luciano Morera, un apacible oficinista de La Voz Dominicana,
la planta tele radiodifusora que pautó el gusto musical y artístico en
los años 50. Creyéndose un virtual cornudo, atormentado por notas
anónimas que le llegan a través de Elso -mensajero y confidente,
"maricón de carroza", negro, feo y tuerto, servidor de Belié Belcán.
Notas indiciarias de la infidelidad de su esposa Maribel Cicilio, hija
de Luigi y Laura. Italianos que recalaron en el país, él real vendedor
de cuadros a domicilio. Ella relatora en el hogar del proyecto
migratorio que los arrojó a estas tierras, en ruta hacia Brasil o
Argentina, quedando varados. Y de la historia del violín de Cremona,
reliquia traspasada entre generaciones por los Cicilio, cuyo dominio
nunca alcanzó Luigi. Cifrada ahora la esperanza en Maribel, a quien los
vecinos nunca escuchan emitir una sola nota.
Ella toma lecciones con el profesor italiano Casteleiro, sospechoso de
encornar a Néstor, según un apócrifo comité de moralidad barrial. Su
perfil corresponde al violinista español Aris Bueso, especie de estampa
antigua, vestido a chaleco, corbata de lazo, peluquín aceitado y
chorreante tinte negro, músico de planta de LVD. Ejecutante del lagrimeo
de cuerdas que suena en Mi Debilidad y Tú no tienes la culpa, dos
éxitos medio amargue del pianista y cantautor Aníbal de Peña. El nombre
sacado del pianista y director cubano Yoyo Casteleiro, usado como prueba
fonética de dicción en la escuela de locutores.
En la oficina donde discurre amodorrado el licenciado Néstor, encabeza
Pericles Santamaría, fiel administrador sometido a los caprichos del
mayor J. Arismendy, usuario de la fusta disciplinaria. Gestiona el
arbitrario sistema de multas, degradación, suspensión y despidos del
dueño de la empresa. Siempre atento a sus mandatos, escenifica un
patético episodio de violencia de género. Allí también labora Ligia, la
de las tetas espléndidas goloseadas por Néstor como un obscuro objeto
del deseo. Soprano operática con papel estelar en La Traviata de Verdi.
Sus tetas cobran vida propia y pautan la rutina burocrática de Néstor,
quien desliza la mirada indiscreta sobre los pletóricos y apetecidos
pezones rosados, cada vez que ella lleva unos papeles al escritorio y la
inclinación del torso deja ver. Santamaría sugiere un noviazgo con el
poeta Héctor J. Díaz.
Ello nos remite al mítico poeta, una deidad popular del romanticismo de
los 40/50, a quien acude Néstor en busca de consejo, de la mano de Elso.
Sus versos pusieron alas a boleros pulsados a media voz por Lockward o
cantados a dúo por Fellita y Colás. Rodaron por el mundo en el merengue
El Negrito del Batey, pregonados con desparpajo y bembeteo por Beltrán y
Celia Cruz con la Sonora y por los Matamoros. Arrullaron tardes de
radio, alternando el romance con creaciones de Buesa, Fiallo, Miller,
Gutiérrez Nájera, Nervo, Darío, Bécquer. Ídolo de los medios de
comunicación, marcó época, patrocinó artistas como Kalaff, Brens,
Cabrera. Rey en la radio hizo de El Trocadero, en el corazón de Villa
Francisca, el ombligo del mundo de la bohemia de Ciudad Trujillo. Donde
libaba, filosofaba, trovaba, declamaba, leía el tarot del amor a las
almas acongojadas, trazaba versos, y volvía a libar hasta la
inconsciencia. Como sólo saben hacerlo los hijos privilegiados de Baco.
Falleció en New York en 1950 a los 40, en el cénit de su carrera, trunca
tras un amor que se escapaba. "Entre tu amor y mi amor/ clavó sus
garras el orgullo/pues como la hierba mala/se sembró en mi corazón".
Mateo lo incorpora con plenitud de credenciales en su novela, dejándole
ser, sin afeites, en sus dominios principales. A ese que al decir de
Mieses Burgos: "Él era él en él mismo". Animador cultural del Partido
Dominicano, llevó por los pueblos el mensaje del buen arte, folklore
incluido, aupando nuevos valores, usando conchas acústicas y auditorios
construidos en los locales de ese partido único, tan musical.
La prostituta Mercedes Mi Gusto, sacerdotisa del rito de iniciación
sexual, oficia desvirgando a la muchachada del barrio. En Néstor
narrador, la graduación de hombre fue frustrante, el ánimo marchito,
desgonzado el instrumento, en shock ante la exposición frívola del
cuerpo femenino en su desnudez dispuesta y veterana. Repertorio de
imágenes que contrastaría con el candente episodio registrado en pleno
banco eclesiástico, durante la misa de domingo, cuando Maribel descorrió
su bragueta para atenazarle el tizón adolescente y provocarle el clímax
celestial. Fue la primera vez en su vida que exclamó, "¡Oh, Dios!"
Hubo además "amores de estudiantes, flores de un día son", como decía
Gardel. Mientras cursaba derecho en la universidad, Néstor conoció a
Margarita Dalmau, relación efímera al abandonar la joven el país junto a
su familia, por problemas del padre con el gobierno. Quedó la huella
tierna de los paseos por Mata Hambre. Y una carta con beso estampado
dejada en un libro, que al caer en manos de la esposa Maribel, convirtió
a Margarita en gallina mascota. Interpuesta entre la pareja, su sombra
se desvaneció al morir la gallina que todo lo estropeaba en el hogar.
Desde el párrafo inicial las ciguas ejercen función anunciadora: "Una
bandada de ciguas entró y salió del espejo, mientras leía el primer
anónimo en el que me comunicaban que mi mujer me estaba pegando los
cuernos". Como sinónimo de anónimos seguirán apareciendo reflejadas en
el espejo memorioso del Diario, que a manera de flashbacks utiliza el
narrador para bucear en las aguas del tiempo, contrapunteando pasado y
presente. Mientras las mariposas de San Juan que llegan en parvadas,
adornan multicolores la atmósfera tranquila de Ciudad Trujillo.
El ambiente de la novela es LVD y su entorno. En el que se hallan los
colegios Ma. Auxiliadora, de niñas, y San Juan Bosco, de varones, con la
iglesia en un ángulo, salesianos como el arzobispo Ricardo Pittini.
Allí conocí al autor. Ambos éramos mozuelos y asistíamos a misa diaria
matutina y rezo vespertino, más servicio dominical obligatorio. Yo
cumplía con el deber religioso con poco entusiasmo. Él junto a otros
colegas -hoy profesionales meritorios- tragaban ostias como yo tostones.
Como en la salsa de Blades tributo a monseñor Romero, en la que "suenan
las campanas otra vez", era monaguillo Andrés. Atildado, aplicado,
obediente, católico observante. Una oveja del rebaño que apuntaba a ser
pastor. Pero debajo se ocultaba el zorro, que luego devoró a la oveja.
¡Oh, Dios!, exclamo yo. Por tu misericordia hoy tenemos un escritor de
raza, dotado de talentos múltiples.
En El Violín se siente esa atmósfera de sacristía con incienso, a veces
pecaminosa, oportunidad para el contacto furtivo adolescente, en las
filas hacia el confesionario o para recibir la ostia o llevar flores a
María. Uno toca la presencia del padre Vicente, un polaco excelente
profesor de Álgebra que parecía rudo sargento nazi -organizador de
generosas excursiones a las playas-, cuando nos pillaba debajo del ilán
ilán de la Dr. Delgado a la espera de las muchachas del Ma. Auxiliadora:
"Los atrapé, los per(r)ros detrás de las per(r)itas". O al singular
Carrillo, un cubano enamorado que me hizo "carita" debido a mis tres
hermanas. Ni hablar del buenazo de Andrés Nemeth y el querido Enrique
Mellano.
Vibra en El Violín la escuela de arte popular que fue LVD, un complejo
legendario que contaba con orquestas, conjuntos folklóricos, tríos
románticos, cuerpos de danza, cuadros teatrales, cantantes, locutores,
guionistas, arreglistas, academias de canto, baile y locución. Radio,
TV, teatro al aire libre, cine, night club y casino. Una meca -nuestro
pequeño Hollywood o Estudios Churubusco o Cinecitta. Festejante de su
Semana Aniversario en grande, con la llegada de las más rutilantes
estrellas, mariachis, orquestas y comediantes del momento. Resalta la
novela el aporte de México, su cine musical y los ídolos que visitaron
el país. Pedro Infante, "un ángel el que le clarineaba los tonos, y el
mismo Dios le ayudaba en el falsete encantado". Tony Aguilar,
regalándole un sombrero a Angelita Trujillo. Amalia Mendoza, La
Tariácuri, a quien Néstor sostuvo el sombrero y encontró hombruna. Tin
Tan, el cómico pachuco. El tenor Pedro Vargas -"muy agradecido". Suena
Amor Perdido en la voz jarocha veterana de Toña la Negra ("qué viva el
placer"), y marca horas El Reloj de Cantoral pegado por Lucho Gatica.
Pero lo mejor es el final. No son los trucos enigmáticos de Agatha
Christie que desembocan en el menos esperado tras la inculpación de casi
todos. La sustancia de El Violín de la Adúltera está en el ritmo -a lo
suspense del cine de Alfred Hitchcock. Un filosófico Néstor decide vivir
como los griegos "la eternidad del instante". Si el problema está en la
liebre, mata la liebre, diría yo. Y es lo que hace el atormentado
personaje. Va a los riscos del mar Caribe, en el Malecón, y arroja con
todas sus fuerzas el último anónimo recibido sin leerlo junto al violín
de Cremona de Maribel. Y se sintió feliz. Tanto que se prometió volver a
los acantilados del mar Caribe para "arrojar también este Diario". Algo
que ciertamente no ha cumplido, para darles a ustedes la oportunidad de
leerlo. Afortunadamente.
JOSÉ DEL CASTILLO
JOSÉ DEL CASTILLO
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